Crónicas de lo que sucede alrededor nuestro y eventualmente de lo que sucede en mi interior.
Lo último que aprendemos a valorar en la vida es el tiempo. Nos organizamos en ciclos extensos, años, semestres, procesos, cronogramas y ciclos que son algunas veces necesarios y en la mayoría de los casos terminan en un atosigamiento. Y pensando en función de dichos espacios nos terminamos olvidando que nuestros principales momentos de felicidad duran algunos segundos y en el mejor de los casos algunos minutos. Un sabor exquisito, aquel trago formidable, el primer beso, aquella mirada cómplice, los abrazos de bienvenida y despedida, las noticias buenas y malas, una melodía conocida, el grito de gol que te salió del alma, las primeras palabras de tus hijos, el impacto visual de una obra de arte o un orgasmo extasiante. Momentos sublimes a los que yo agregaría un espacio que he aprendido a disfrutar recientemente: aquel instante en el que abrimos los ojos luego de dormir profundamente. Un lapso exquisito donde llegamos a permanecer en blanco por algunos segundos y no tenemos noción exacta de la vida que dejamos el día anterior o de la jornada que estamos a punto de empezar. No existen deudas, velorios, compromisos, discusiones, partidos perdidos, dolores ni padecimientos. Un placentero y efímero limbo que anda más cerca del vientre materno que de la realidad pura y dura a la que no tardaremos en acercarnos a medida que vayan avanzando los segundos. Espacio corto e intenso donde ni siquiera sabemos donde estamos cuando dormimos en un lugar distinto; tan solo sabemos que estamos vivos y sin problemas.
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