El Urbanito

Crónicas de lo que sucede alrededor nuestro y eventualmente de lo que sucede en mi interior.




Guerra Napoleónica.


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En el invierno limeño de 1990 no había mucho que hacer. Una crisis económica delirante en la que el dinero no se contaba si no más bien se pesaba había llevado al declive a muchos negocios de comida y entretenimiento. Y si a eso le agregábamos los atentados y los toques de queda el panorama era desalentador. Sin embargo había un lugar que sobrevivía con sencillez y alegría y andaba lleno de martes a sábado: “El Rincón de las Divorciadas”.
No sé quien le puso el nombre. Tampoco es que haya tenido que pensar mucho; si algo sobraba en ese segundo piso miraflorino eran la buena música, el whisky de contrabando y mujeres que, solas o acompañadas, iban a pasarla bien. Los hombres pretendían ser solteros, el negocio aparentaba tener todo en regla y las mujeres parecían estar felices. En un país que ya se había ido al carajo el pequeño bar era nuestro fumadero de opio.
Creo que exagero al decir nuestro. Con 23 años cumplidos mi público objetivo femenino no se encontraba en dicho lugar. La gente de mi edad iba a discotecas a las que yo también iba algunos fines de semana. Pero ir al bar era parte de mi trabajo como asistente multipropósito de gerencia en el negocio familiar en el que laboraba. Había empezado tres años antes y había hecho literalmente de todo mientras estudiaba en la Universidad. Y mientras asumía algunas responsabilidades mayores me encargaba de los “asuntos delicados”. Si algún amigo cercano o familiar moría, Beto, mi tío y jefe, me enviaba a hacer todos los trámites funerarios. Me conocía todas las agencias y llegué a tener crédito en un par de ellas. También me encargaba de organizar algunos agasajos para los clientes que tenían que firmarnos algunos contratos. Comida, bebidas finas y chicas nunca podían faltar y ya tenía mi red de contactos para proveer lo necesario cuando hiciese falta. Nuestros verdaderos negocios eran, al fin y al cabo, la discreción y la alcahuetería.
Una tarde llegaron un par de amigos de infancia de Beto a la oficina y no tardamos en sentarnos frente a unos tragos para hablar de cualquier cosa, menos de trabajo. Y al grupo se sumo un cliente que había venido a visitarnos. Esa era la esencia de la locura en la que vivíamos esos años, podíamos haber estado trabajando toda la madrugada para cerrar una licitación y al día siguiente ya estábamos chupando sin ni siquiera saber si la habíamos ganado. Para hablar en términos empresariales modernos nuestra misión era hacer dinero. Y nuestra visión era generalmente borrosa entre tanto trago y mala noche. Recuerdo que en ese año la empresa seguía creciendo y decidimos que era importante contratar una asesoría externa para evaluar al personal , mayormente familiar, que laboraba en las 3 empresas del grupo. Las conclusiones de la evaluación fueron contundentes: hay que despedir a la mitad de los trabajadores. Y a la otra mitad hay que enviarla al manicomio. Le pagamos la consultoría a los asesores, les agradecimos por su valiosa orientación y metimos los files y diskettes en la caja fuerte: su divulgación podría haber causado una crisis familiar de proporciones.
Pero volvamos a lo nuestro. Cuando se destapaba la primera botella lo único de lo que podíamos estar seguros era que nadie sabía a que hora terminábamos. Ni donde. Es bueno aclarar, eso si, que no es que fuésemos una pandilla de alcohólicos sin ley que vivía del aire. La mayoría de nuestros negocios no se aprobaba luego de largas deliberaciones o en sesiones de directorio, nada de eso. Nuestras ordenes de compra se firmaban en restaurantes, los contratos en bares y las esperanzas de nuevos negocios se sellaban, como corresponde con las promesas de amor interesadas, en noches interminables de night clubs y hoteles.
Como es natural, el director de esta sinfónica disfuncional era Beto. Alguien dijo alguna vez que la gente se divide en dos grupos: los que nacen con estrella y los que nacen estrellados. Era obvio que Beto tenía una constelación sobre su cabeza. Vendedor nato, profundamente empático con sus clientes y con una astucia única para intuir donde quitar o poner para ganar un negocio. Bon vivant, mujeriego, amigo incondicional y padre y esposo ausente. Aunque de esto último no lo culpo pues su mujer era una urticaria y se resistía a aceptar que su matrimonio era una farsa. Pero antes la gente no se divorciaba con la facilidad con la que lo hace ahora. Y para muchas personas una cárcel con dinero siempre será preferible a una libertad con estrecheces.
Aquella noche fue interminable. Recuerdo manejar de vuelta a la casa de Beto en medio de la garúa de Junio. El ritual era el mismo: ayudarlo a entrar, ver prenderse la luz del segundo piso y escuchar los gritos de su esposa. A veces gozaba escuchándolos desde mi auto. A punto de llegar a casa ya los sentía en mi cabeza: el que se quemó con leche cuando ve a la vaca llora.
Mientras Beto trataba de abrir la puerta sin éxito vi la luz del segundo piso encenderse.
-Carajo , le han puesto tranca a la puerta
-Despierta a la empleada. Tu mujer no te va abrir la puerta a esta hora.
-Delia, abre la puerta, soy el señor Beto.
Cansados de llamar a Delia y de tirar piedritas a su ventana Beto estaba a punto de perder el control. En su imaginario masculino, era injusto no poder entrar a su propia  casa. A punto de agarrar la puerta a patadas se escuchó el ruido de la cerradura.

-Esa es mi Delia carajo, más fiel que nadie se levanta para abrirle la puerta a su jefe.
Cuando la puerta se abrió no estaba Delia. Solo un puño blanco que sin mayor trámite se estrelló en la cara de Beto y lo dejó sentado y sangrando en la vereda sin atinar a nada. No pude ver más pues corrí despavorido hacia mi auto mientras escuchaba la temida voz:
“Adónde te vas alcahuete de mierdaaaaaaaaaaa”

Para algo sirvieron las frases de Napoleón que siempre citaba mi viejo. Y no podía estar más de acuerdo con él en que las únicas batallas que se ganan corriendo son las que se libran contra las mujeres.



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